Se despabila con el sonido intermitente del timbre que no deja de sonar. Ya es la tercera vez que quien quiera que sea, del otro lado, apunta su índice con destajo hasta ser atendido. Es verdad; las dos primeras alarmas las había oído desde el destierro que divide el mundo palpable, concreto, del dominio de los sueños. Pero acaso, sospechó, la resignación del extraño hubiese logrado un mañana vuelvo.
Lo cierto es que se levanta, acomoda su presente rastrillándose el cabello con los dedos, manotea la primera prenda que encuentra a su paso y toma un vaso con agua. El timbre por cuarta vez retumba impasible. Él comprende que a esta altura el desconocido bien sabe que hoy estará el dueño en casa y por consiguiente gastará sus huellas en el botón hasta tener una réplica. La quinta es la vencida; él llega a la puerta y después de escarbar por la mirilla pregunta quién diablos molesta un domingo opaco, a esta hora de la mañana. El hombre con una carpeta en la mano y trajeado hasta en la sonrisa explica que debe hacerle llegar un cometido al dueño de la casa con esmerada urgencia. Él abre por fin la puerta y pide instrucciones. Después de vericuetos que transitan lo inverosímil, el trajeado espécimen se retira satisfecho. Ha dejado constancia de que el dueño de la casa fue informado.
Él suspira profundamente, se cuelga de su brazo apoyado en el marco de la abertura de madera y queda impoluto con los ojos perdidos. Ingresa a la casa y se desploma en el piso. Dos horas pasan hasta que efectivamente interpreta que ha vuelto de un desmayo lógico.
Toma la carpeta que le fue entregada y extrae de ella una lista infinita de símbolos que auguran una tempestad. Números que chorrean incongruencias y multiplicaciones y más números en rojo carmesí. Esa es su deuda y estas son las fechas de pago, había dicho el extraño. Antes de despedirse cordialmente también apuntó que lo más indicado era abonar con es-tric-ta-re-ve-ren-cia porque los efectos de un retraso podrían ser escandalosos, imperdonables. Esas terminaron siendo sus palabras.
Él tomó los anteojos y comenzó a analizar una por una las cifras que caían desplomadas. Gastos que no había tenido parecían computársele impartiendo obligaciones infundadas. No llegó a cuestionar la veracidad de semejante documento porque el hombre había amenazado con estriada oratoria y convincente palabrería. Tampoco dudo de la buena fe que habría de tener aquel extraño porque las deudas hay que pagarlas, cuestión de honor.
Durante semanas se sintió aturdido ante los recortes presupuestarios que sufrió su canasta de alimentos. Había resignado la carne en las cenas y las frutas en las sobremesas. Luego fue un resfrió que no logró curar con antelación ya que no contaba con el dinero suficiente como para comprar medicinas y debió ausentarse en la fábrica, reduciendo así el ingreso mensual.
A la cuarta semana comprendió que los comerciantes ya no confiaban en su módica situación económica y por ello desertaban a la hora de fiar sus productos. En efectivo, querido, decían los prevenidos.
Una mañana, similar a la de aquel domingo tortuoso, volvió a sonar el timbre. Esta vez, corrió desesperado a la puerta sospechando que habría llegado la amnistía correspondiente luego de tanto esfuerzo. Abrió de un tirón la puerta y se enfrentó de igual modo que aquella vez con el trajeado escabroso. El hombre lo miró a los ojos y dijo: “Señor, no ha logrado aliviar sus compromisos como lo habíamos acordado. Usted está en serios problemas”. Él, inmovilizado ante un comentario que no esperaba, vaciló. Después manifestó cada uno de los ajetreos que tuvo que sortear, pero parecía tarde. “Su deuda sigue en ascenso y deberá recortar aún más los egresos para cumplir los empréstitos imperantes”, dijo el hombre saboreando la desdicha de su interlocutor. Le entregó una nueva carpeta, esta notoriamente más pesada, y se retiró silbando bajito.
Él, ya dentro de la casa, se aferró a la nueva y vieja carpeta, las empalmó enfáticamente y empuñando un fósforo encendido las transformó en ceniza. Luego, enérgico y rozagante, salió a tomar un helado de chocolate.
Ahí van las mujeres y los hombres del mundo pedaleando una bicicleta con ruedas cuadradas. Van los hombres y las mujeres, de sol a sol, de horizonte a horizonte, detrás de una empresa paradigmática y locuaz. Cierran sus manos y contribuyen mecánicamente, sistemáticamente a esa imposible pero real actividad; hacer que la bicicleta de ruedas cuadradas, ruede.
También van las niñas y los niños del mundo, apretando sus manitos, encogiendo sus sueños para una próxima vida, atestados, sobre una bicicleta de ruedas cuadradas. Y con ese ir, también van sus ojitos gastados y sus infancias manufacturadas. Ahí van los niños y niñas del mundo, bastardeados, consternados, serios, con la felicidad entre las uñas.
Ahí van los viejos del mundo, quienes durante un tiempo largo y profundo, supieron pedalear una bicicleta de ruedas cuadradas. Van, con las manos hechas añicos, redoblando un esfuerzo imperdonable, pero real. También van, sabiendo que han insistido, infatigablemente, irreductiblemente, sobre una bicicleta de ruedas cuadradas que siempre pareció rodar, pero que nunca rodó. Los viejos del mundo cachetean años y de jóvenes, se mueren viejos.
Ahí van los hombres y mujeres del mundo, las niñas y los niños del mundo, los trabajadores y trabajadoras del mundo, los oprimidos, los esclavizados, los ninguneados del mundo, trepándose a una bicicleta de ruedas cuadradas. Y en ese trayecto, caen muchos. Caen de muerte súbita, de muerte política, de muerte feroz.
Ahí van todos / ahí vamos todos, sacudidos detrás de un mecanismo tosco y servil. Detrás de un mecanismo cínico y voraz. Detrás de un mecanismo siniestro y maquiavélico que comulga traición y avaricia, melancolía y lucha. Revolución y derrota. Revolución y triunfo.
Ahí vamos, los hombres y las mujeres del mundo, convenciéndonos, de a poco, gota a gota, paso a paso, de que la deuda externa mata. De que la bicicleta de rudas cuadradas, nunca podrá rodar. De que la deuda externa tiene ruedas cuadradas, y rueda, pero no en este mundo. No, en el mundo de los sacudidos. De los menoscabados. De los prisioneros. Ahí nos vamos dando cuenta, de a poco, gota a gota, que la deuda externa no puede más que matar, y que es, sí, lo es, necesario, si, lo es, completamente necesario, dejar la bicicleta de ruedas cuadradas, dejarla ahí, nunca va a rodar.